«Soy negra, bien negra, como mi abuelo». Son palabras de la
señora Chon, conocida por todos como la Negra, una mujer afro de El Jiote, un
pueblo de la Costa Chica oaxaqueña (México). Habla con orgullo, mientras se
toca con firmeza la piel de sus brazos. Acto seguido comienza a cantar el himno
nacional de México para hacerme comprender que, aunque su piel sea negra, como
la de su abuelo, ella es y se siente plenamente mexicana.
Fui a Costa Chica invitado por las Misioneras Combonianas y lo que me encontré
fue un pueblo orgulloso de su ser negro, generoso, acogedor y tremendamente
agradecido con las «madres», cinco misioneras combonianas venidas de diferentes
partes del mundo –Portugal, España, Perú y Guatemala– que, como un auténtico
cenáculo de apóstoles, no miden esfuerzos para atender a los 12 pueblos que el
obispo les ha confiado; misioneras todoterreno que a pie, en moto o en lo que
haga falta, recorren carreteras de asfalto o terracerías y cruzan ríos y campos
para compartir su fe con el pueblo.
Según un estudio elaborado y publicado por el Instituto Nacional de Estadística
y Geografía mexicano, en 2017, el 10 % de la población mexicana mexcana se
considera afrodescendiente. La mayor parte de ellos se encuentran en la región
de Costa Chica, que comprende parte de los estados de Guerrero y Oaxaca, a
orillas del océano Pacífico.
Durante mucho tiempo, la población negra de México estuvo abandonada y olvidada
por parte de todos los estamentos estatales y nacionales. Fue ya en el año 2010
cuando se inició el proceso formal para que los afromexicanos fuesen
reconocidos como tales en la Constitución. Hace poco más de ocho años, el 19 de
octubre de 2013, el estado de Oaxaca hacía público el reconocimiento
constitucional de los «pueblos negros oaxaqueños».
La Iglesia mexicana, por su parte, también dio pasos en esa dirección. Las
diócesis de Oaxaca y Puerto Escondido comenzaron a organizar pequeños
encuentros de pastoral afro, creando comisiones diocesanas que buscaran
responder a las necesidades pastorales de una población que, hasta entonces,
había estado -olvidada.
Las Misioneras Combonianas quisieron dar una respuesta a esta realidad y
decidieron –hace ya más de una década– tener una presencia en la región. Hoy
tienen una comunidad en el Cerro de la Esperanza, conocido allí por todo el
mundo como «el Chivo», en el municipio de Pinotepa Nacional. Desde allí se
desplazan para atender a los pueblos de alrededor. Me ha impactado mucho su
compromiso, su entrega y dedicación con la gente, del mismo modo que me ha
llamado la atención cómo la población las quiere y las apoya. Todos los días
hay alguien que se acerca a su casa para dejar alguna ofrenda.
Las pioneras de esta experiencia ya no están, han regresado
al continente africano, misión en la que han bebido para iniciar una pastoral
específica en este rincón de África ubicado en el corazón de México. Pude
contactar con ellas y les pedí que me contaran el origen y el -porqué de este
compromiso. También solicité a algunas de las que ahora están en Costa Chica
que compartieran con los lectores de MUNDO NEGRO su experiencia con el pueblo
negro oaxaqueño. En las siguientes páginas les ofrecemos sus testimonios.
Los orígenes - Hna. Cristy Ibarra
Tuve la dicha de vivir siete años en la Costa Chica de
Oaxaca y Guerrero, un bello pedazo de África en México todavía desconocido para
muchos. Como combonianas compartimos la vida y la fe con nuestros hermanos
afromexicanos: personas sencillas, acogedoras y alegres que saben disfrutar la
vida y que reconocen en ellas la presencia de Dios. Son pueblos con mezcla de
costumbres indígenas, mestizas y africanas.
Nuestra presencia con los pueblos afromexicanos comenzó hace ya muchos años,
con experiencias temporales (semanas santas, encuentros de animación
misionera…) en las zonas afro de Veracruz, Guerrero y Oaxaca, pero siempre
alimentamos el anhelo de tener una presencia permanente aquí, un sueño que se
hizo realidad en 2009 con la apertura de nuestra casa-misión en la parroquia de
Huazolotitlán, en la diócesis de Puerto Escondido (Oaxaca), donde iniciamos un
bello camino de fe, insertadas en la pastoral parroquial, sobre todo en la
formación de líderes, tratando de desarrollar una pastoral afro que les ayudase
a valorar más su identidad como pueblo negro y, desde ahí, responder al Señor.
Son pueblos que durante muchos años estuvieron abandonados a nivel social y
religioso. Aun así, en su religiosidad popular y en sus valores podemos palpar
su sed y búsqueda de Dios.
Antes de la apertura de nuestra casa-misión, visitamos parroquias con presencia
afro en Costa Chica para conocer la realidad y explorar el lugar que podría ser
más adecuado para establecer nuestra comunidad misionera. En todos esos lugares
la gente nos acogió con la alegría que los caracteriza. Finalmente, de acuerdo
con el obispo de Puerto Escondido nos establecimos en Huazolotitlán, una
parroquia con gran presencia afro y poca atención pastoral debido, sobre todo,
a las distancias y a contar con un solo sacerdote. Estuvimos tres meses en el
pueblo de La Boquilla y luego pasamos a la localidad de Cerro de la Esperanza,
donde nos establecimos de forma permanente. Allí pudimos constatar que teníamos
un trabajo inmenso. La parroquia contaba con 28 pueblos, tres de ellos
indígenas y el resto afros. Nos confiaron nueve pueblos, algunos alejados y a
los que era difícil llegar. Era una zona de primera evangelización. Esa fue,
precisamente, una motivación para quedarnos y asumir con esperanza ese gran
reto.
Otro desafío, sobre todo al inicio, fue mostrar a estos pueblos la belleza de
una fe vivida en comunidad. Cuando los visitábamos en sus casas nos acogían muy
bien, pero no mostraban mucho interés si los invitábamos a participar en alguna
actividad en la capilla. La mayoría de los templos estaban abandonados y los
funerales, oraciones o novenas se desarrollaban más en las casas o en los
barrios. El reto era darle un sentido a las capillas como un espacio de oración
personal y comunitaria, así como un espacio de encuentro fraterno.
Ha sido una bendición para la Familia Comboniana caminar
estos años al lado de nuestros hermanos afromexicanos.
Una pastoral propia - Hna. Tere Soto
«Ahí tienen un pedacito de África», nos dijo el obispo
cuando decidimos instalarnos en su diócesis. Fuimos porque vimos que eran los
más pobres y marginados. Ni siquiera eran reconocidos en el censo mexicano como
población negra. Estaban olvidados por todo el mundo. El sacerdote tampoco iba
con frecuencia; solo lo hacía en los funerales o en alguna fiesta especial.
Vimos que la región de Costa Chica era una de las más abandonadas desde el
punto de vista de la evangelización, lo que era un escenario propicio para
nosotras porque respondía a nuestras inquietudes. No había una pastoral
específica para la población afro y tuvimos que empezar de cero. Nuestra idea
era comenzar a crear comunidades a través de un acompañamiento cercano para dar
confianza a la gente y formarla para que, a través de la Biblia, recuperasen
sus raíces. De este modo, cuando nosotras no estuviéramos, ellos pudieran
continuar.
Empezamos visitando a las familias para darnos a conocer. Íbamos casa por casa,
leíamos el evangelio del día y nos íbamos sin hacer ningún comentario. Poco a
poco, eso fue llamando la atención de la gente y un día nos propusieron
organizar una reunión para poder hablar con más calma. A medida que nos fueron
conociendo, creció en ellos la inquietud y el deseo de hacer pequeños grupos
para estudiar la Biblia. La Hna. Cristy empezó a formar catequistas en los
pueblos para comenzar la catequesis de preparación al bautismo y la primera comunión.
Nuestro objetivo no era hacer una simple catequesis sacramental, sino elaborar
una pastoral específica, partiendo de sus raíces, para hacer que se sintieran
orgullosos de su negritud. Como siempre estuvieron marginados, se creían
inferiores.
Queríamos hacer una evangelización personalizada, de cercanía. Para empezar a
hacer un camino, lo primero era dar confianza a la gente, ayudarles a que se
reconocieran como negros no solo a nivel folclórico, sino de manera integral,
que se vieran como hijos de Dios y como negros. Teníamos claro que no es igual
una pastoral genérica que una específica, y veíamos la necesidad de ir más allá
de una pura celebración de los sacramentos. Era necesaria una pastoral que los
ayudara a recuperar sus raíces y vivir su fe desde su ser negro. La Hna. Cristy
elaboró unos folletos de formación. Comenzamos a formar grupos y tuvimos una
buena respuesta. Estas pequeñas unidades empezaron a tomar conciencia de su
identidad y dignidad como negros y como mexicanos de pleno derecho, empezando a
vivir su fe desde su propia realidad.
Experiencias - Hna. Olga de María Morales
El Señor Jesús me concedió vivir en estas tierras costeñas
de Oaxaca donde disfruté de la alegría de su población, del colorido de su
vestuario, de la belleza de sus paisajes, de la música que acompaña cada
acontecimiento, de la comida sazonada y deliciosa o de los frutos exóticos que
nacen de su tierra.
La actividad que desempeñé en el tiempo que pasé allí ha enriquecido mi vida
personal y mi consagración misionera. Las celebraciones de la Palabra de Dios,
precedidas por la reflexión en comunidad, me siguieron revelando a un Dios
misericordioso cuya fidelidad dura siempre. Es precisamente su fidelidad la que
hace que camine junto a su pueblo y lo acompañe en su faena diaria.
Conocí gente alegre, comprometida, creyente, generosa y altruista. Después de
convivir con algunas personas de las comunidades que se nos confiaron, puedo
decir que se renovó mi deseo y compromiso misionero. Estando en este lugar
recordé muchas veces a los centroafricanos, el pueblo con el que viví 12 años,
ya que sus cuerpos bañados de sol, el duro trabajo de la tierra, la alegría por
la vida y el ser agradecido a Dios por lo bueno y por lo no tan bueno, son
aspectos presentes en ambos pueblos.
Las familias y las personas enfermas que visité, las mujeres responsables de
las distintas capillas, los integrantes de los coros de algunas comunidades y
los que realizan un servicio específico en su comunidad –ya sea en la limpieza,
la liturgia, el quitar, lavar y poner los manteles de altar y los paños
litúrgicos, encargarse de los arreglos florales, etcétera– quedarán grabados en
mi memoria y corazón.
Me quedo con la imagen de los rostros, con la alegría del encuentro, con la fe
compartida y con el servicio que se brindaron los miembros de las comunidades
poniendo en común sus dones y talentos.
Gracias - Hna. Vera Lucía Rebelo
Costa Chica y su gente me hacen sentir en familia. Me han
acogido con alegría y sencillez, abriéndome las puertas de sus casas y de sus
corazones. Su cariño, generosidad y cercanía han alimentando mi corazón en el
poco tiempo que llevo con este pueblo indígena y afromexicano.
¿Qué es lo que más me gusta de Costa Chica? Los niños curiosos y sus
carcajadas, los pies descalzos que caminan ágiles y decididos; las manos que
golpean con la misma facilidad la tortilla y el tambor, la fe compartida en la
celebración de la Palabra y alrededor de la mesa, las mujeres comprometidas en
servir y en trabajar juntas con las misioneras combonianas.
Me gustan los campesinos que trabajan la tierra bajo el sol, los jóvenes que
arriesgan por caminos que les pueden llevar a un futuro mejor, las familias
separadas por una frontera… Hay de todo en este pedazo de paraíso, y yo
encuentro a Dios en las alegrías y en las penas compartidas con este pueblo.
Gracias Costa Chica por enseñarme que lo importante es ser, estar y compartir
mi vida con todos los que me acogen en su tierra.