Los procesos históricos sociales económicos y políticos nos permiten entender la estructura actual de la sociedad mexicana con sus desigualdades sociales, construidas sobre la opresión de los pueblos indígenas, que opusieron una resistencia secular al sistema colonialista de ayer y al capitalismo salvaje de hoy. Uno de los pueblos que más han padecido la esclavitud y la explotación es el afro mexicano. 
A raíz de ello, organizaciones civiles, investigadores e instituciones comenzaron a luchar de manera individual y colectiva por el reconocimiento de los afromexicanos en la Constitución mexicana, que ahora se refleja a nivel nacional y federal. La iniciativa fue presentada por los senadores Susana Harp y Martí Batres, habiendo sido propuesta en seis ocasiones desde 2006. 
Es una victoria para la lucha; sin embargo, el reconocimiento no es la solución a la invisibilidad y mucho menos al racismo estructural que vivimos los afromexicanos. Es deber del Estado generar políticas públicas que atiendan nuestras necesidades específicas, como los esfuerzos por resolver los problemas económicos que viven las comunidades afrodescendientes que viven en la Costa Chica, los cuales a su vez están relacionados con temas ambientales. Y luego está el tema de las poblaciones negras migrantes en el país.  
El racismo que vivimos como afrodescendientes se expresa en diferentes tipos de violencia, que afectan nuestra vida cotidiana. Por eso nos conectamos y organizamos para combatirlo a través de diversas propuestas comunitarias, comenzando por espacios de conversación y continuando con la participación activa en la difusión de nuestra cultura, utilizando las herramientas que están a nuestro alcance y la creación de proyectos de impacto social liderados por la comunidad. 
Sin embargo, es necesario reconocer que el racismo no es un problema exclusivo de las víctimas y que todos podemos contribuir a su destrucción de diferentes maneras, tanto individual como colectivamente.